Reseña del libro "El bebé de la muerte y otros poemas"
Hablar de Anne Sexton es antes que nada, leer sus poemas. Sexton no siempre logra la agudeza, la ironía y la belleza horrorífica que manifiesta en esta selección. La poeta oscila peligrosamente –grito de por medio– sobre el borde de un acantilado, y la escritura parece ser el artilugio para no caer en esa dimensión, que por desconocida, constituye el nidaje del caos aterrador. Para ella la poesía fue un modo de enfrentarse al mundo, una forma de permanecer en él, sin sucumbir al dolor.
Catalogada por la crítica como poeta confesional, participó en 1959 del taller de Robert Lowell, junto a Sylvia Plath con la cual estableció una amistad y una vital competencia soterrada. Sexton hace uso de su entorno inmediato y su biografía personal a modo de silabario. Es decir, estas experiencias se convierten en el abc del que ella hará uso para penetrar lo insondable y para denunciar lo que en el mundo le parece odioso. Lo subjetivo y lo objetivo construyen un entramado indivisible. En su poesía hay un movimiento constante hacia los detalles más íntimos, como si de ese modo, pudiese ella encontrar un refugio al tormento y la angustia que la habitan. Tremendamente aguda, hizo uso de la ironía para decir y decirse. Sin caer nunca en el patetismo, cantó las más horribles tragedias en un tono casi coloquial, cotidiano, y aquello actúa sobre el papel como un espejo ineludible.
Nacida en 1928, Anne Sexton se quita la vida a los cuarenta y cuatro años el 4 de octubre de 1974. Provista de una copa de whiskey, el abrigo de pieles de su madre sobre los hombros y sentada en el auto con el motor encendido, se entrega al monóxido de carbono. No cursó estudios universitarios regulares y trabajó de modelo ocasionalmente. Sin embargo tuvo, lo que la crítica denomina, una carrera de éxito: con distinciones varias en universidades y sociedades de escritores; le otorgaron becas y premios, incluidos el American Academy of Arts and Letters Award en 1963, el Premio Pulitzer en 1967 y el Shelley; coordinó varios talleres de creación poética y participó de innumerables congresos; recorrió su país dando lecturas y fue nombrada Profesora de Mérito en la Universidad de Boston en 1964. Todos estos logros personales no importaron. Continuó sintiéndose insegura y cuestionando su quehacer. La brecha abierta entre el éxito aparente y el desgarro de la poeta, es la de un abismo. De hecho, el deseo de acabar con su vida fue una constante que se acentuaba y latía con más intensidad en las cercanías de su fecha de nacimiento. La muerte fue siempre para Sexton una presencia corpórea, con la que coqueteó amorosa e infernalmente a la vez. Mas, donde logra con maestría tornar la anécdota personal, detallada hasta lo indecible, en comentario mordaz y desgarrado, es sobre el negativo blanco de la página. La lectura del mundo, entonces, es también una lectura del espacio íntimo. Una intimidad donde la figura del padre es predominante. Amor y odio ante el ser que la marcó para siempre y la dejó buscando la aprobación masculina; donde la figura de la madre es vivida con amargura y sangramiento; donde la religión que abandonó no dejó de penarle; donde el papel de la mujer entró a leerse como el sitio de las culpas y como el espacio desde donde decirse; donde la maternidad se conflictuó; donde lo doméstico es a la vez lo conocido y lo desconocido; donde la amenaza podía esconderse en el jugo sangriento de alguna mora silvestre. Consciente de todo esto, hizo uso de la ironía y el sarcasmo, creando así una voz particular y una tensión que potencia el lenguaje hasta el disloque mismo de sus textos.
La escritura poética de Anne Sexton actúa entonces como una válvula que logra controlar su loca y destructiva carrera, así como la testigo trágica y esencial que leemos.