No hay ciencia para dictaminar por qué ciertas obras pasan a formar parte, de manera duradera, irrefutable, de la literatura y por qué otras, que poco tienen que envidiarles, quedan como nota al pie de su historia. Propongamos el mínimo esbozo argumental de tres novelas de la primera mitad del siglo XIX: 1) en un futuro distante, científicamente avanzado, la humanidad debe hacer frente al apocalipsis, 2) una ficción narra un incesto que apenas vela su carácter autobiográfico; 3) un estudiante quiere crear un hombre y da vida a un engendro. El Frankenstein de nuestro imaginario no es Frankenstein: es, antes que nada, la distancia que media entre la novela y las diversas reelaboraciones que se sucedieron a partir de su publicación -en particular, durante el siglo XX, las realizadas por el cine-, distancia que erosionó los ecos más profundos del libro y que redujo su stistancia a un lugar común: la del genio descarriado que termina por crear una criatura aberrante.